El corazón de la piedra

Arturo, el mítico Rey de Camelot, aquel legendario héroe del que se siguen contando hazañas también fue alguna vez un niño sin padres. En esos tiempos duros de descubrimiento, un gran mago le sirvió de guía para alcanzar el poder. Y una nación cantó sus glorias y sus batallas. Y los campos se llenaron de hombres que cabalgaban en los confines al compás de metales tintineantes de guerra y de triunfo. Y fue nombrado el Señor de todas las Tierras. Pero de entre esas leyendas, ninguna fue tan gloriosa como la de aquel niño tembloroso que soñaba justicia.
Aquellas noches vacías, nada le quedaba. Pero aun así sabía que en las estrellas había un padre que lo guiaba y lo protegía. Y fue su sombra la que vagó eterna hasta al fin encontrarlo. Entonces apretó los ojos y prometió no derramar ni una lágrima porque su destino era ser fuerte. Y así juró nunca olvidar y estar siempre de parte de los que sufren. Y se acercó a la piedra que prometía el fracaso y la burla, pero su deseo fue más fuerte.Desde lo hondo una llama le precedió con bendiciones hacia la roca y tembló el universo. Tembló y lloró.
La espada de la realidad sagrada y del tiempo había escogido nuevamente a un amo. Y se hizo la grieta y se elevó hacia los cielos. Desde aquel día, el niño supo que jamás volverá a ser lo mismo.

Ignel, el hermoso

La noche comenzó y se desperezó el Oscuro. Aquel despreciable ser que se arrebuja en las profundidades infernales y a cuya existencia le está conferida solo el horror y la desesperación. En ese rincón olvidado por los dioses, aquella abominación quebró la ley más sagrada y dio así a luz un hijo a quien la maldad reclamaba. Y fue el comienzo del caos, la multiplicación del odio que se esparcía en existencias demoníacas, en cuya presencia temblaban los reyes y morían las horas. Tempestades de hierro, volcanes ardientes y desde los cielos crepusculares las horrendas criaturas contemplan el mundo en una danza macabra que invocaba al todopoderoso Ignet.

Ignet, el Maldito. La bestia despiadada que hasta la negrura innombrable temió al batir de sus alas y a la fiereza descontrolada de sus deseos. Y un ejército de malditos organizó la revuelta en las esferas infernales, y las bestias ardieron entre aullidos voraces que comían del silencio impronunciable de sus voces. Pero Ignet triunfó, y el padre enfurecido abandonó el nido en las alturas para luchar contra su engendro. La batalla duró siete soles, siete lunas, y por fin de las heridas de las criaturas aladas brotaron otros dioses y otros mundos. Entonces las bestias se refugiaron y con resplandores fúnebres se anunció el ocaso de los tiempos.
Ignet, el hermoso. La bestia coronada de blasfemias que yace entre los huesos de héroes rendidos. Nadie se atreverá jamás desafiar su inclemencia ni a saquear de los fabulosos tesoros donde reposa su salvaje carne.

El unicornio negro

Criaturas en la noche gritan. Una nube de polvo se levanta. Todo negro, todo oscuridad es el firmamento. Y los viajeros se preguntan: ¿Qué tengo que hacer yo con todo esto? Pero se esconden y se arrastran, seniles y resecos, por la ciudad del Viento, por la ciudad del Sueño.
Las chispas del infierno se elevan por el aire y las rocas volcánicas burbujean entre sus negros cascos. En la grandeza de su mente no hay razones para no imaginar esta irrealidad. Su marca en la frente, su gran cuerno, lo distingue. Jamás sabrá de honores y agasajos quién no lleve en la frente un cuerno.
Su naturaleza es perfecta, pero a la vez siniestra como el mármol de una tumba. Y en las cuencas de sus ojos encendidos bien se sabe que su único orgullo fue cabalgar. Cabalgar sin amo. Cabalgar sin dueño. Cabalgar hasta alcanzar ese destino al que solo las criaturas pequeñas temen y rehúyen.

Viaje a Congreso

Viajaba en subte, tenía que bajar en Congreso o en Congreso de Tucumán, no sabía exactamente dónde.
Vivo en el sur, algunos lugares de la ciudad me son ajenos, como si se tratara de alguna de esas comidas que los médicos prohíben por el propio bien de los pacientes. De haber sido Congreso mi destino, seguramente hubiere prestado mayor atención, porque las palomas siempre me preocuparon mucho más que a los políticos. A ellas les gusta caminar entre la gente porque creen que no existe peligro en esa actividad, y por esto mismo, viven y mueren creyendo que tienen el derecho de apropiárselo todo. En cambio los políticos, son más rapaces. Seducen con sonrisas y palabras que nadie cree hasta alcanzar –a cualquier precio- los espacios más altos, los nidos más estables.
Entre políticos y palomas también hay quiénes buscan otras cosas. Estas personas son dignas de admiración. Pues ante el irremediable hecho de haber sido desfavorecidas por los envites del destino no se contentan ni con las penas ni con la bronca.
Un viejo con los ojos muertos se acerca. Me mira con la resignación que tienen los recuerdos funestos. Es otro miércoles, y en el Congreso los jubilados se siguen juntando a reclamar. ¿Para qué? ¿Por qué mejor no juntarse con los otros viejos que tiran maíces a las palomas? Muchos pronto morirán y sus reclamos pasarán a los archivos del otro jefe, ese que vive todavía más alto y que nunca se acuerda de leer petitorios. No tuve que pensar más en esto, me alejé cuando me di cuenta de que en realidad se trataba de otro sitio el que andaba buscando. Congreso de Tucumán, aquella reunión de aristócratas que habían dado independencia a nuestra gran nación en 1819. Aquella, sin lugar a dudas, era gente distinguida. ¿Será por eso que en ese otro rincón de la ciudad viva también gente muy distinguida? Sus calles están más limpias que otras calles, más iluminadas. Por momentos huelen a flores, no sé si por los perfumes de las señoritas que caminan con las bolsas de las compras o por los jardines privados de los caserones cercanos, pero huelen a velorio. Las personas que pasan me miran y saben que no soy como ellos, alguna seña particular los alerta de que pertenezco a otra parte. Desde el encierro de sus cabinas los guardias de uniforme también me miran. Desmerezco su autoridad. Quizá se me parezcan, con la distancia de que yo elegí la desobediencia a tener que mover el rabo a la bondad del patrón. Es la cárcel del carcelero. Las penas que sufren los que vigilan, y las culpas que tienen os que temen perder lo que jamás tuvieron. Mejor sigo mi camino, para qué complicar sus monotonías.
El tráfico persiste en no detenerse. Los automóviles también hablan de este trozo de ciudad agitada. Siempre llevando señores canosos que ni miran de costado ni bajan el mentón al conducir. Grandes empresarios, personajes que heredaron su título de emperador romano y pasan la vida desentramando intrigas de obscenos libertarios.
En los carteles por todas partes se lee: delivery, rebate, happy hour. Recuerdo aquellos tiempos en que teníamos que aprender inglés para pertenecer. Cuántos daños estéticos, cuánta correspondencia. La fina letra dorada de la marca arroja, como siempre, desprecio sobre el negro del cartón. Mejor regreso, creo que en realidad quedaba en otra parte. El subte de Buenos Aires deja de funcionar temprano los días domingo y mi barrio es bastante lejano, queda en esa otra extraña parte de la ciudad donde las tribus van siempre erguidas con auténtica vanidad anárquica.