El emperador de China de Marco Denevi

Cuando el emperador Wu Ti murió en su vasto lecho, en lo más profundo del palacio imperial, nadie se dio cuenta. Todos estaban demasiado ocupados en obedecer sus órdenes. El único que lo supo fue Wang Mang, el primer ministro, hombre ambicioso que aspiraba al trono. No dijo nada y ocultó el cadáver. Transcurrió un año de increíble prosperidad para el imperio. Hasta que, por fin, Wang Mang mostró al pueblo el esqueleto pelado, del difunto emperador. ¿Veis? -dijo- Durante un año un muerto se sentó en el trono. Y quien realmente gobernó fui yo. Merezco ser el emperador. 
El pueblo, complacido, lo sentó en el trono y luego lo mató, para que fuese tan perfecto como su predecesor y la prosperidad del imperio continuase.

Marco Denevi

Facundo, el filósofo por Jose Pablo Feinman


Durante los noventa estuvieron de moda en las academias de los países del primer mundo las llamadas teorías poscoloniales. Sus representantes fueron esencialmente tres: Gayatri Spivak (India), Edward Said (Palestina) y Homi Bhabha (Pakistán). Si recordamos un libro muy difundido de Edward Said encontraremos en él un minucioso análisis de elementos colonialistas en textos de los países metropolitanos. Said procede del siguiente modo: analiza textos de Jane Austen o de Conrad o de Melville o incluso la ópera Aída y encuentra en ellos la presencia de la mirada del imperio. Es el mismo imperio el que construye la mirada colonial. El colonizador (como el sujeto kantiano con el objeto de conocimiento) constituye la imagen del colonizado y su mundo. Los textos del imperio están escritos por los escritores del imperio. Las colonias no tienen escritores. Están condenadas a verse por medio de la mirada del Otro, del amo imperial. Este amo imperial crea su propia justificación histórica en tanto construye esa historia. La produce y a veces la explicita. Observemos la interpretación que hace Said de una novela como Moby Dick, cuyos rasgos imperialistas pocos se habían detenido a estudiar: “Melville construye en el capitán Achab una alegoría de la conquista del mundo que Estados Unidos desea; está obsesionado, se comporta de un modo compulsivo y se muestra imparable, absorto completamente en su propia justificación retórica y su sentido del simbolismo cósmico”. Siempre hemos visto en Achab a un personaje metafísico en busca de lo absoluto, del sentido de la existencia o, sin más, de Dios. Esto enfurecía a Melville, pero así ocurrió. Said ve en Achab la furia imperialista de Estados Unidos. En suma, el autor colonial (Said) se vale de los textos de los autores del imperio para analizar el colonialismo porque es en ellos donde encuentra su explicitación. O su justificación. Fueron los autores imperiales, no los de las colonias, quienes produjeron los textos que validarían la acción siempre civilizatoria del imperio. Pues el colonialismo de la modernidad se consideró portador de valores inexistentes en las colonias, de aquí su acción benéfica. El concepto de civilización encierra la tarea cultural, moral o religiosa con que el colonialismo embellece y justifica sus acciones. Si Roma conquistaba nuevos territorios lo hacía en nombre de la grandeza de Roma. No tenía una teoría del progreso histórico. El colonialismo sí. Desde que el evangelio y la cruz se unen a la espada en la conquista de América hasta el progreso que Europa dice llevar a todo territorio que conquista, el colonialismo de la modernidad asume un papel de humanización, de rescate de las sombras de la barbarie de todos los territorios periféricos que conquista.
El caso de Facundo es hondamente original. Los escritores poscoloniales debieron llamarse a sí mismos neocoloniales, pues sus países no dejaron de ser espacios dominados por las potencias metropolitanas. Pero se asumieron como países liberados de la dominación colonial y no elaboraron el concepto de lo neocolonial. La élite que escribió los textos que habrían de justificar la acción progresista del imperio se escribieron –-precisamente– en el imperio. No había una élite ilustrada en la colonia. Con el pacto neocolonial, por el contrario, surge una élite ilustrada. En nuestro país: Moreno, Castelli, los rivadavianos y luego los brillantes jóvenes románticos, Echeverría, Alberdi, Juan María Gutiérrez y el poderoso sanjuanino Sarmiento. Ya, en Inglaterra, un talentoso político como Richard Cobden, desde la escuela manchesteriana, desde el liberalismo, reclamaba la emancipación política de las colonias: “¡Que nombren a sus gobernadores, sus inspectores, sus aduaneros, sus obispos y sus diáconos, y que paguen hasta las rentas de sus cementerios!”. Que sean libres. Que tengan bandera, himno, gobierno independiente. Sólo queremos comerciar con ellos. Si lo hacemos, serán nuestros. El inteligente esquema del imperio es ser el taller del mundo y relegar a las ex colonias a la producción de materias primeras. Todo producto sin valor agregado vale menos que otro con valor agregado. El producto industrial de la metrópoli siempre se impondrá (en los términos de intercambio) al de la neocolonia, mero producto de la generosidad del suelo y no del esfuerzo humano. Sarmiento, en Facundo, desarrolla esta teoría con más brillantez que nadie. “Inglaterra nos pondrá el remo en la mano.” Ningún texto colonialista escrito en un país central podría superar a Facundo. He aquí –en suma– la diferencia en las neocolonias y sobre todo en nuestro país: los textos que justifican nuestra integración complementaria a las industrias del imperio fueron escritos por escritores nativos, por hombres de la élite gobernante. Llegará a decir José Hernández que vale tanto un vellón de oveja como una máquina de producir manufacturas. Taller del mundo, Inglaterra. Granero del mundo, Argentina. Este esquema dará origen a una clase ociosa, dispendiosa, que se acostumbrará a gozar de la abundancia fácil. Esta será la Argentina próspera de “nuestros abuelos” que la oligarquía gobernante evoca como el paraíso perdido. Estaba destinado a perderse. Luego de la crisis del ‘29 los términos de intercambio se inclinan drásticamente a favor de los productos manufacturados y no de los primarios. El granero del mundo, la tierra de “los ganados y las mieses”, se derrumba sin piedad.
Facundo proponía la entrada del Progreso (el gran valor del siglo) en el país poseído por la certeza de esa utopía: el Progreso del imperio sería el Progreso del mundo neocolonial. Había una sola senda: la senda de la complementación con la economía y la cultura europeas. Siguiendo esta senda, por ahora detrás de ellos, alguna vez los alcanzaríamos. El Progreso era para todos. Era el tren de la Historia. Algunos ocupaban por ahora la retaguardia. Otros la vanguardia. Pero ese tren era para todos. Porque había una sola vía y por ella marchaban los países imperiales y los neocoloniales. En algún momento sus marchas se igualarían y el mundo sería el del trato entre países de un mismo nivel en la escala del progreso. Sarmiento no sospechaba (nadie lo hizo) que no había un solo carril. Que los países imperiales marchaban por uno. Y los neocoloniales por otro. Que nunca se unirían. Estamos en el siglo XXI y la dulce historia del progreso de toda la humanidad está destruida. Las desigualdades son más crueles que nunca. En resumen: la introducción de la lógica técnico-imperial en los países nuevos no los llevó a la prosperidad sino al atraso. Esa razón técnico-imperial sólo fortaleció –en nuestro país– a la ciudad de Buenos Aires y selló una subalternidad (tomo este término de Gayatri Spivak) que aún continúa. La miseria en la Argentina es una realidad cruel y hasta monstruosa. Las luchas civiles que Buenos Aires emprendió en nombre de la civilización y el progreso sólo dieron como resultado el arrasamiento de los gauchos, de los negros y de los indios. La repartición de la propiedad de la tierra en pocas manos y también un manejo de la política privativo de esas mismas clases respaldadas por un ejército que le sabrá ser fiel hasta los extremos de la Argentina concentracionaria de 1976-1983. Los gobiernos populistas de Yrigoyen y Perón serían abatidos por golpes cívico-militares que restaurarían a los dueños de la “abundancia fácil” (que se consideran, muy naturalmente, los dueños del país porque poseen la tierra) y todo seguirá su camino “racional”.
Y es justamente el tema de la “razón” el que queremos trazar en este Estudio Preliminar. Se ha hablado tanto del Facundo que poco queda por decir. Los historiadores liberales –no bien leen líneas como las que acabo de escribir– lo califican a uno de “revisionista trasnochado”. Como si ellos (con esa concepción oligárquica y liberal) no estuvieran, más que trasnochados, cayéndose a pedazos, carentes de toda credibilidad, aniquilados por las jóvenes interpretaciones de historiadores nuevos y de lectores nuevos que califican como “oficial” o “digna del Billiken” la historia que ellos ofrecen.
Vamos a partir –para nuestro nuevo, creemos, análisis de Facundo– de la Escuela de Frankfurt y de las reflexiones sobre la técnica del segundo Heidegger. También –no considero a este texto como parte de la Escuela de Frankfurt– de las Tesis sobre filosofía de la historia de Walter Benjamin. Sarmiento (junto a todos los ilustrados de su tiempo) veía en la introducción de la técnica de la modernidad en el país la única posibilidad de su desarrollo histórico. Era simple: había un único decurso histórico y era el que seguían los países de la centralidad occidental. Unirse a ellos, seguirlos, adquirir sus técnicas de progreso, sus bases culturales y –sobre todo– eliminar a quienes en el país se les oponían era la tarea que hacer. Sarmiento –contrariamente a Heidegger y Adorno–- tiene un desdén profundo por la naturaleza. En esto coincide con Marx, que era, como él, aunque por otros motivos, un enemigo de lo que podríamos llamar materia no trabajada. La pampa es el símil del mar en la tierra. Esta tierra, como el mar, no está aún trabajada, espera la mano del hombre de la cultura, la que le hará rendir sus frutos. Ese hombre no es el gaucho, que pertenece a la tierra, a las campañas. Sino el hombre de la civilización. El hombre de la ciudad. La antinomia entre ciudad y campaña (que es la misma que civilización y barbarie) es la que existe entre el trabajo técnico, el progreso y la extensión inútil, no trabajada, por la que el gaucho ejercita su destino de errancia. “Esta llanura sin límites (...) permite rodar enormes y pesadas carretas, sin encontrar obstáculo alguno, por caminos en que la mano del hombre apenas si ha necesitado cortar algunos árboles y matorrales.”
Esta inmensidad de las llanuras le entregará a Sarmiento una posible simetría que lo seduce: los campos argentinos tienen “cierta tintura asiática, que no deja de ser bien pronunciada”. Sólo hay que señalar aquí que Sarmiento había dialogado durante tres días –en Argelia– con el mariscal Bougeaud, que había conquistado para Francia ese país de Africa. Descubrió en las tácticas del mariscal francés los modos con que habría de luchar contra las montoneras gauchas. Bougeaud no se distinguía por ejercer la piedad sino por lo contrario. Le enseñó a Sarmiento que a la barbarie se la combate con la barbarie. “Debe uno hacerse más bárbaro que los bárbaros.” Así, por este rodeo cruel, entra la civilización moderna en los territorios del atraso. Bougeaud también explica que Argelia entregará a Francia sus materias primas, algo que justifica la dura empresa acometida. De las crueldades de Bougeaud en Argelia (logró derrotar nada menos que a Abd-el-Kader, poderoso caudillo árabe) poco vamos a decir. El imperialismo nunca fue piadoso para enclavar la cultura en los territorios ajenos a ella. Tampoco lo será Sarmiento en nuestro país. Su papel no era ése. Sarmiento fue el más poderoso ejecutor en el Plata de los decursos histórico-dialéctico-progresivos de la civilización de la técnica. Para él, las llanuras asiáticas y las dimensiones inasibles de la pampa eran lo mismo. La mano del hombre debía poner su huella en esa naturaleza intocada. Más aún: la civilización consistía en hendir, en quebrantar el orden natural e imponer ahí su propia legalidad. Su propio orden. El hombre debía conquistar la naturaleza para sumarla a la cultura. Heidegger, por el contrario, encontrará en la subjetividad cartesiana el momento preciso, exquisito, en que el hombre de la subjetividad, que es el de la modernidad capitalista, se afirma en el centro del conocimiento, se asume como el ente privilegiado que va a someter a todos los otros por medio de la instrumentalidad técnica. Esta conquista –que llevará al hombre a la perdición, que es, ya lo veremos en seguida, la del olvido del ser– hace del hombre el amo de lo ente. Este amo de lo ente llegará a su culminación dentro de la historia de la metafísica en la voluntad de poder nietzscheana. Este ente antropológico, que se pone a sí mismo en la centralidad del saber y del hacer apropiativo, olvida por completo el llamado del ser. O, como también suele decirlo Heidegger, aunque de un modo que ya lo acerca al misticismo de sus últimos escritos, el ser se retira. Hay dos movimientos que se corresponden: el hombre, dedicado a la conquista de lo ente, olvida al ser y el ser, a su vez, se retira. Este ente antropológico que se consagra a la conquista de la tierra por medio de la técnica acabará –según las últimas visiones de Heidegger– por destruirla. (Como se notará, estamos a un paso de tal situación. Nunca el poder destructivo del ente antropológico ha sido tan enorme y nunca los fundamentalismos religiosos –este exceso de Dios que define a nuestro tiempo– entregaron tal justificación trascendente para todos los proyectos de destrucción.) De esta forma, en el reportaje póstumo que concede a Der Spiegel, dirá: “Esto en que el hombre vive ya no es la tierra”. También Adorno y Horkheimer, en Dialéctica del Iluminismo, libro que comienzan a trabajar en su exilio en California a partir de 1940, introducirán un cambio de eje en el marxismo. El centro del análisis ya no es la lucha de clases sino la relación del hombre con la naturaleza. El libro parte de una crítica al Iluminismo. Esta filosofía, al haber deificado lo racional en el hombre, ha consagrado también a un amo de lo ente. No usan el lenguaje de Heidegger. El hombre del Iluminismo da origen a la razón instrumental. Esta razón parte de una relación de dominio sobre la naturaleza que luego se desplazará a una relación de dominio sobre los hombres. También Foucault hablará de las ciencias humanas como un instrumento, no para conocer al hombre, sino para dominarlo conociéndolo previamente. Adorno y Horkheimer recurren a la metáfora de Odiseo para mostrar cómo el hombre de la razón instrumental sujeta sus instintos con tal de no perder esa racionalidad que lo constituye. Así, Odiseo se hace atar al mástil: quiere escuchar a las sirenas pero no entregarse a ellas. Hacerlo sería extraviarse. Y el extravío de la razón es la locura. Que, según Foucault, acecha siempre a la razón, pues le recuerda que ella, la locura, existe, y que es parte de la razón. Algo que la razón quiere ignorar, niega compulsivamente y por eso crea los manicomios, para confinar ahí a los locos y evitar que su visión le recuerde sus peligros, es decir: que puede ser la antítesis de sí misma, el extravío total. Lo mismo hace la sociedad con los delincuentes. Esa razón instrumental de Adorno y Horkheimer (que es la razón capitalista, la razón de la modernidad burguesa, como lo es para Heidegger) domina, somete a la naturaleza y a los hombres y esa dialéctica (una dialéctica que avanza por medio del sometimiento instrumental de la naturaleza y de los hombres) culminará en la instrumentalidad de la muerte: en Auschwitz. Freud, por su parte, en El malestar en la cultura, dirá que la cultura es posible porque el hombre ahora, maniata, sujeta sus pulsiones primitivas. Ese hombre maniatado es tanto lo que sofoca en sí que sólo puede generar autodestrucción y destrucción. También Walter Benjamin, en un texto hermético y fascinante, tramado entre el marxismo y el mesianismo judío, describe un cuadro de Paul Klee que amaba. Descubría en él al ángel de la historia. El ángel estaba pasmado. Los ojos muy abiertos, las alas extendidas. ¿Hacia dónde mira el ángel? “Ha vuelto su rostro hacia el pasado. Donde a nosotros se nos manifiesta una cadena de datos, él ve una catástrofe única que amontona ruina sobre ruina, arrojándolas a sus pies.”
Esta visión trágica de la cultura (esbozada en 1930 en Freud y en 1940 en Benjamin) se encuentra muy lejos del papel que Sarmiento le concedía.
Sarmiento era un escritor poscolonial que postulaba la profundización de la –por decirlo así– poscolonialidad para que su patria ingresara en la modernidad europea y extirpara de sí la barbarie de los campos, de la llanura, de lo asiático, de lo bárbaro. Lo dice a lo largo de todo Facundo: hay que europeizar el país. Hacerlo implicó aniquilar sus sentidos históricos laterales. ¿Laterales a qué? Al decurso necesario de la civilización burguesa. Argentina fue rica en producir esos sentidos laterales. Sin ellos, Sarmiento no habría escrito su obra maestra. Juan Facundo Quiroga expresaba un sentido lateral al de la modernidad burguesa, al de la racionalidad occidental. Era un “bárbaro” (un extranjero) ante ella. Pero habitaba en otra territorialidad. Llevaba en sí la posibilidad de una riqueza de sentido. El sentido lateral del proceso imperial de la burguesía debió ser aniquilado para que esa racionalidad se expresara. Sarmiento cuenta esa historia en Facundo. Pero, a la vez, como el gran escritor latinoamericano que era, pinta como pocos o como nadie ese sentido lateral que los grandes filósofos extrañan en la historia de la modernidad. ¿Obedecía a algún determinismo irrefutable su derrota? Para Marx, sí. Pocos coincidieron con Sarmiento como Marx. De aquí que el mediocre y dogmático “marxismo argentino” sea, sin más, sarmientino y, en el peor de sus abismos, abiertamente mitrista. Marx odiaba a la campaña tanto como el sanjuanino. En las páginas del Manifiesto destinadas a cantar las hazañas monumentales de la burguesía escribe: “La burguesía ha sometido el campo al dominio de la ciudad. Ha creado urbes inmensas; ha aumentado enormemente la población de las ciudades en comparación con la del campo, sustrayendo una gran parte de la población al idiotismo de la vida rural”. Del mismo modo que ha subordinado el campo a la ciudad, ha subordinado los países bárbaros o semibárbaros a los países civilizados, “los pueblos campesinos a los pueblos burgueses, el Oriente al Occidente”.
¿No es deslumbrante? No digo el texto de Marx. Hablo de Sarmiento. El, desde este lejano país del sur, provinciano, autodidacta, escribió, en 1845, antes que Marx (el Manifiesto es de 1848), innumerables textos que anticiparon a ése del Manifiesto. ¿Dónde está la diferencia? Marx era un dialéctico hegeliano. Pensaba que esa burguesía conquistadora haría nacer a su propio sepulturero: los modernos proletarios. Sarmiento no lo era: pensaba que esa burguesía conquistadora haría progresar al país, lo enclavaría en el tren de la historia, que era el del progreso, y lo llevaría a un horizonte pleno de prosperidad, de plenitud. Los dos se equivocaron. El proletariado no sepultó a la burguesía. Pareciera, ya decididamente, haber ocurrido lo contrario. Y el tren de la historia con el que soñaba Sarmiento no existía. O en todo caso: no era el mismo para todos. No había uno, había dos. Uno para los países conquistadores, para la modernidad de la burguesía, para el capitalismo de la técnica desbocada. Y otro para los países neocoloniales. Que serían, en el futuro, llamados también subdesarrollados o en vías de desarrollo o emergentes. ¿De qué tienen que emerger los países emergentes? Del atraso al que los condenó la racionalidad burguesa. Esto, Sarmiento ni lo imaginó. Acaso hacia el final de su vida, cuando vio que la clase triunfadora, la que capitalizaba las batallas impiadosas que él, Mitre, Sandes, Irrazábal, Paunero y luego el “héroe del desierto”, Roca, habían ganado sin otorgar misericordia alguna a los vencidos, era una oligarquía dispendiosa, improductiva, enemiga de la industria y seducida por el goce inmediatista de la abundancia fácil, esa oligarquía a la que él definió por el olor de sus ganados, “olor a bosta de vaca”, habrá meditado acerca del triste destino de los protagonistas de sus grandes libros: Juan Facundo Quiroga, Angel Vicente Peñaloza y hasta el Fraile Aldao. Sin embargo, en eso se equivocó menos que en sus visiones proféticas sobre el rumbo progresivo de la civilización que tanto lo deslumbró. Si es así será hora entonces de valorar a Sarmiento (no solo como genial escritor, como político de temple duro y mordaz, como nuestro efectivo mariscal Bougeaud o como gran creador de escuelas) sino como el que mejor escribió sobre el sentido lateral que la razón de la modernidad burguesa aniquiló. Ese sentido lateral fue el que expresaron Juan Facundo Quiroga y los demás caudillos federales. Sarmiento odió a Quiroga. Pero también, y mejor que la mayoría de quienes rodearon al caudillo, lo comprendió, contó su historia, lo admiró, vio en él al personaje más auténtico de la revolución americana. Si hubiera luchado en su contra, lo habría hecho degollar, qué duda cabe. Por propia confesión era un asesino. En Mi defensa escribe: “Ya he mostrado al público mi faz literaria; vea ahora mi fisonomía política; verá al militar, ¡al asesino!”. Pero sus tiempos no se cruzaron. Hizo de él un personaje inmenso. Si Facundo Quiroga expresaba el sentido lateral de la historia, otra cara del devenir histórico, ¡cuánto ha perdido la civilización con su exterminio! Es por Sarmiento, su feroz enemigo, que lo sabemos. Tal vez por estilo debiera culminar este Estudio preliminar con la frase anterior. Pero hay algo que no quiero privarme de confesar. Como él con Facundo, tengo una relación de amor-odio, o de fascinación y rechazo con Sarmiento. Sin embargo, pensemos brevemente en el fárrago filosófico en que hemos comprometido su libro. ¿No encontramos en él los temas fundamentales de la filosofía de la modernidad occidental? ¿Alguien podría decir que lo hemos visto disminuido ante Adorno, Heidegger, Marx o Foucault? De ningún modo. Me permitiré, entonces, decir mi más firme convicción sobre este libro que me honra prologar: Facundo no sólo es una formidable pieza literaria, también es uno de los libros centrales del pensamiento filosófico de Occidente.

La lectura enemiga por Ricardo Piglia


La calidad literaria de Sarmiento fue reconocida primero por sus enemigos. Una anécdota contada varias veces por el propio Sarmiento condensa la historia de esa recepción. Rosas, a quien le han enviado servilmente un ejemplar de Facundo, les dice a sus colaboradores: “Así se ataca, señores, a ver si alguno de ustedes es capaz de defenderme del mismo modo”. La lectura enemiga es la que mejor percibe, más allá de los contenidos, la eficacia retórica. La anécdota sobre la opinión de Rosas funda una tradición que se puede contraponer a la lectura liberal de Facundo (de la que las notas de Alsina son el primer ejemplo). Los nacionalistas han valorado la forma inigualable de los textos de Sarmiento. La tradición oficial, en cambio, ha canonizado la verdad de los contenidos y la lección histórica y política de la obra. Por supuesto que Sarmiento está mucho más cerca, en su concepción de la lengua y en su estilo, de los grandes prosistas del nacionalismo (Anzoátegui, Ibarguren, Irazusta, Sánchez Sorondo, Castellani) que de la deplorable tradición estilística de los ensayistas liberales que dicen ser sus discípulos (Mallea, Martínez Estrada, Murena, Isaacson).
Facundo es un caso claro (el más claro diría en toda la literatura argentina) de un texto escrito con una finalidad práctica y extraliteraria que ha ido ganando espacio en la literatura hasta convertirse en un clásico. Los procedimientos de construcción se han hecho más nítidos y han subordinado a los contenidos políticos y a las declaraciones ideológicas. Por una paradoja que es típica en la historia de la literatura este escritor panfletario y comprometido se ha convertido hoy en un escritor para escritores y el Facundo es un laboratorio de formas y de registros estilísticos y de resoluciones narrativas.
La lectura enemiga es una categoría clave en la historia del desplazamiento del Facundo de la política a la literatura. La lectura enemiga siempre lee otra cosa: no la verdad de la obra de Sarmiento, sino sus procesos de encubrimiento y de ficcionalización.
Si el político triunfa donde fracasa el artista, podemos decir que en la Argentina del siglo XIX la literatura sólo logra existir donde fracasa la política. De hecho, el eclipse político y la derrota están en el origen de las escrituras fundadoras de la literatura nacional. Facundo, El gaucho Martín Fierro, Una excursión a los indios ranqueles, las novelas de Eugenio Cambaceres fueron escritas en condiciones de libertad condicional o de autonomía forzada.
Durante el siglo XIX los escritores argentinos parecen vivir una doble realidad; hay un revés secreto en su vida pública: son ministros, embajadores, diputados, pero no pueden ser escritores. (“Yo estoy bien, relativamente bien, pero sólo estaré feliz cuando me dedique a escribir novelas”, le dice Eduardo Wilde a Miguel Cané.) La literatura argentina del siglo XIX podría ser una metáfora del infierno para un escritor como Flaubert. Por cierto hay una contemporaneidad estricta entre la conocida carta de Flaubert a Louise Colet de enero de 1852, donde expresa su aspiración de escribir un libro sobre nada y la escritura de Campaña en el Ejército Grande de Sarmiento. La aspiración de Flaubert sintetiza el momento más alto de independencia de la literatura: escribir un libro sobre nada, un libro que busque la autonomía absoluta y la forma pura. Se condensa un proceso histórico: Marx y Flaubert son los primeros que hablan de la oposición entre arte y capitalismo. El carácter improductivo de la literatura es antagónico de la razón burguesa: la conciencia artística de Flaubert es un caso extremo de esa oposición. Hace un libro sobre nada, un libro que no sirve para nada, que escape al registro de la utilidad burguesa: la máxima autonomía del arte es a la vez el momento más agudo de su rechazo de la sociedad. A la inversa, en enero de 1852, Sarmiento busca en la eficacia y en la utilidad el sentido de la escritura: en Campaña en el Ejército Grande discute con Urquiza (que no lo escucha, que no lo reconoce, que casi no le contesta) y trata inútilmente de convencerlo de la importancia y del poder social de la palabra escrita. La Campaña narra ese conflicto y en el fondo es un debate explícito sobre la función y la utilidad de la escritura.
La asimetría entre Sarmiento y Flaubert (que son los dos escritores que mejor escriben su lengua en ese tiempo) resume los problemas de la no-sincronía y del desajuste respecto de la cultura contemporánea que definen a nuestra literatura desde su origen. El lugar lateral y desierto de la literatura argentina (ajena a la herencia colonial y a las tradiciones prehispánicas, europeizada desde los márgenes) se manifiesta como escisión y doble temporalidad. Todo parece a la vez contemporáneo e inactual. Las primeras lecturas del Salón Literario (1837) intentan definir una estrategia que permita anular esa distancia y hacer presente la cultura. La tradición cultural dominante en la Argentina (hasta Borges) está definida por la tensión entre el anacronismo y la utopía. La pregunta básica es siempre dónde está el presente, o mejor, cómo estar en el presente. Y esa pregunta es un tema central en la obra de Sarmiento.
En el uso de la ficción se cifra de un modo específico la tensión entre política y literatura en la argentina del siglo XIX. Desde el comienzo mismo de la literatura nacional se dice que la ficción es antagónica con un uso político del lenguaje. La eficacia de la palabra está ligada a la verdad, con todas sus marcas: responsabilidad, necesidad, seriedad, la moral de los hechos, el peso de lo real. La ficción se asocia con el ocio, la gratuidad, el derroche de sentido, lo que no se puede enseñar.
Tratar de hacer la historia de ese lugar de la ficción es rastrear la historia de su doble autonomía: por un lado, sus relaciones con la palabra política y, por otro lado, sus relaciones con las formas y los géneros extranjeros de la ficción ya autonomizada (en especial la novela); en ese doble vínculo se define la escritura de Sarmiento.
Facundo se escribe antes de la consolidación de la novela en la Argentina y antes de la constitución del Estado nacional. El libro está en relación con esas dos formas futuras. Discute al mismo tiempo las condiciones que debe tener el Estado (capítulo XV) y las posibilidades de la novela americana por venir (capítulo II). Por un lado, el Facundo es un germen del Estado (en el sentido en que Lévi–Strauss decía que el totemismo era un germen del Estado) y, por otro lado, es el germen de la novela argentina. Tiene algo de profético y de utópico y produce el efecto de espejismo: en el vacío del desierto se vislumbra como real lo que se espera ver. El libro está construido entre la novela y el Estado: los anticipa y los anuncia y se coloca entre esas dos formas antagónicas. Facundo no es Amalia de Mármol, ni es las Bases de Alberdi: está hecho de la misma materia, pero transformada y en el origen y como cruza o como forma doble.
La clave de esa forma (la invención de un género) consiste en que la representación novelística no se autonomiza, sino que está controlada por la palabra política. Ahí se define la eficacia del texto y su función estratégica: la dimensión ficcional plantea una disputa sobre sus normas de interpretación que recorre la historia. La discusión sobre las distorsiones, los errores, las exageraciones y la novelización de la realidad que definió la lectura de sus contemporáneos está directamente ligada a esta cuestión. Desde la detallada revisión de Valentín Alsina hasta las opiniones de Alberdi, Gutiérrez, Echeverría, todas las críticas apuntan a que el libro no obedece a las normas de verdad que postula. Al mismo tiempo, todos reconocen en ese desajuste el fundamento de su eficacia literaria. (Recién cuando el libro se canoniza porque triunfa su ideología se resuelve ese debate.)
La escritura de Sarmiento es una respuesta megalomaníaca a esa doble demanda. Todas las reiteraciones en el uso del yo y en la autorreferencia y todos los excesos y salidas de tono que han terminado por entrar en la leyenda de Sarmiento y en su anecdotario biográfico y semipsiquiátrico son a la vez una táctica política y un efecto de estilo. Son una categoría de su obra en el sentido en que el dandismo es una categoría en la obra de Baudelaire. Se trata de un núcleo retórico básico al que podríamos definir como el sujeto fuera de lugar. Quiero decir que esta posición “fuera de lugar” del sujeto es a la vez una de las claves de su estilo y de su situación en la sociedad.
Esa escritura lo lleva al poder. Sarmiento hace pensar en esos folletinistas del siglo XIX de los que Walter Benjamin decía que habían hecho carrera política a partir de su capacidad de iluminar el imaginario colectivo. Pero Sarmiento llega más lejos que nadie; en verdad, hay que decir: el mejor escritor argentino del siglo XIX llegó a presidente de la República.
Y entonces sucedió algo extraordinario: Gálvez cuenta que Sarmiento escribe un discurso para inaugurar su gobierno, pero sus ministros se lo rechazan. Y el discurso inaugural de Sarmiento como presidente se lo escribe Avellaneda. Podríamos decir que se resuelven ahí, en una figura emblemática, todas las tensiones entre política y literatura que recorren su escritura. A partir de ahora Sarmiento tendrá que adaptarse a las necesidades de la política práctica. Y tendrá que adaptar, antes que nada, su uso del lenguaje.
Podemos imaginar ese discurso como el gran texto de Sarmiento escritor: el último texto, su despedida de la lengua. A veces pienso que los escritores argentinos escribimos, también, para tratar de rescatar y reconstruir ese texto perdido.

Facundo, una impresión fugaz de la obra de Domingo F. Sarmiento

Comencé a leer el Facundo por obligación,  no lo niego, pero también es cierto que lo tenía aguardando en la biblioteca desde mucho tiempo antes de que la literatura sea la disciplina que ocupa casi todo el tiempo de mi vida. ¿Qué encontré? Antes que nada un prólogo de Borges muy flashero donde comparaba a los gauchos con los cowboys por el hecho de ser habitantes rurales, habla también –tal es su hábito– de cosas tan elásticas como Schopenhauer o Kipling y finalmente y luego de una magistral clase de historia nos invita a reflexionar sobre las consecuencias que hubiera tenido haber canonizado este libro.
Después de esta despampanante y re-colgada introducción del señor del elegante bastón, detengámosnos en la hermosura que tiene la  prosa de Sarmiento.


Y en efecto, hay algo en las soledades argentinas que trae a la memoria las soledades asiáticas; alguna analogía encuentra el espíritu entre la pampa y las llanuras que median entre el Tigris y el Eufrates; algún parentesco en la tropa de carretas solitaria que cruza nuestras soledades para llegar, al fin de una marcha de meses, a Buenos Aires, y la caravana de camellos que se dirige hacia Bagad o Esmirna.

Sarmiento está comparando lo que experimentan las almas de dos tipos de habitantes según el desértico lugar donde viven. Esta soledad que genera distancias solo puede atravesarse en caravanas de carretas guiadas por capataces al mando. El tono del texto es totalmente poético y literario por lo que no debería ser exclusivamente tomado como un texto histórico o de panfletería política. Me alcanza con decir que la mayoría de los epígrafes son de citas a autores franceses a la Montaigne o de americanos[1].
Podría decir mil cosas más sobre este libro, casi podría hacer un post por nota marginal, pero voy a seguirla en otro momento.


La soledad, el despoblado sin una habitación humana, son por lo general los límites incuestionables entre unas y otras provincias. Allí, la inmensidad por todas partes: inmensa la llanura, inmensos los bosques, inmensos los ríos, el horizonte siempre incierto, siempre confundiéndose con la tierra entre celajes y vapores tenues que no dejan en la lejana perspectiva señalar el punto en que el mundo acaba y principia el cielo.


[1]Los dos países donde Sarmiento tenía puestos los ojos.

El último discurso del Satanás


¡Legiones de espíritus inmortales! ¡Dioses con quienes sólo puede igualarse el Omnipotente! No dejó aquel combate de ser glorioso, por más que el resultado fuera adverso, como lo atestigua este lugar y este terrible cambio sobre el que es odioso discurrir. Pero ¿qué espíritu, por previsor que fuera, y por más que tuviera profundo conocimiento de lo pasado y de lo presente, habría temido que la fuerza unida de tantos dioses como estos, llegaría a ser rechazada? ¿Quién podría creer, aun después de nuestra derrota, que todas estas poderosas legiones, cuyo destierro ha dejado desierto el cielo, no volverían en sí, levantándose a recobrar su primitiva morada? En cuanto a mí, todo el ejército celeste es testigo de que ni las opiniones contrarias a la mía, ni los peligros en que me he visto han podido frustrar mis esperanzas; pero Aquel que reinando como monarca en el cielo, había estado hasta entonces seguro sobre su trono, sostenido por una antigua reputación, por el consentimiento o la costumbre, hacía ante nosotros ostentación de su pompa regia, mas nos ocultaba su fuerza, con lo que nos alentó a la empresa que ha sido causa de nuestra ruina. Ahora ya sabemos cuál es su poder y cuál el nuestro, de modo que si no provocamos, tampoco tememos que se nos declare una nueva guerra. Lo mejor que podemos hacer es fomentar algún secreto designio para obtener por astucia o por artificio lo que no hemos conseguido por la fuerza, para que al fin podamos probarle que el que vence por la fuerza, no triunfa sino a medias sobre su enemigo. El espacio puede producir nuevos mundos, y sobre esto circulaba en el cielo hace tiempo un rumor, respecto a que el Omnipotente pensaba crear en breve una generación que sus predilectas miradas contemplarían como igual a la de los hijos del cielo. Contra ese mundo podríamos intentar nuestra primera agresión, tan siquiera como ensayo; contra ese o cualquier otro, porque este antro infernal no retendrá cautivos para siempre a los espíritus celestiales, ni estarán sumidos mucho tiempo en las tinieblas del abismo. Tales proyectos, sin embargo, deben madurarse en pleno consejo. Ya no queda esperanza de paz, porque, ¿quién pensaría en someterse? ¡Habrá guerra! ¡Guerra franca o encubierta es lo que debemos determinar!

John Milton, El paraíso perdido (Paradise Lost)

Dos hombres rememoran sus vidas - Texto inédito de Borges

Empédocles de Agrigento, del siglo v antes de Cristo:
"Yo he sido mancebo, doncella, arbusto, pájaro y mudo pez que surge del mar"
Taliessin, bardo galense del siglo v de la era cristiana:
"Yo he sido la hoja de una espada,
Yo he sido una gota en el aire,
Yo he sido una estrella luciente,
Yo he sido una palabra en un libro,
Yo he sido un libro en el principio,
Yo he sido una luz en una linterna,
Yo he sido un puente que atraviesa sesenta ríos,
Yo he viajado como un águila,
Yo he sido una barca en el mar,
Yo he sido un capitán en la batalla,
Yo he sido una espada en la mano,
Yo he sido un escudo en la guerra,
Yo he sido la cuerda de un arpa,
Durante un año estuve hechizado en la espuma del agua"